14 de octubre de 2007

Crónicas indianas (2)

Domingo 17 de febrero
Panjim
En el autocar que me llevó hasta Goa conocí a una pareja de americanos, Marc y Lorraine, con los que pasaría cerca de una semana, en las idílicas playas de este estado, el más pequeño de la India. Procedente de San Francisco, este matrimonio treinteañero era la antítesis del prototipo de viajeros que posteriormente he conocido: no fumaban (ni tabaco y aún menos canabis) y eran unos maniáticos de la seguridad y el orden. En el mismo trayecto hacia Goa, Marc no dudó en sacarle de la boca el pitillo que estaba fumándose un pobre indio y tirarlo por la ventana. Según el americano, no se podía fumar en el vehículo. Pero más adelante, cuando un grupo de jóvenes extranjeros encendieron un porro detrás de otro, Marc, a pesar de sus lógicas y furibundas protestas, no llegó a las manos con ellos. Otro detalle curioso que vale la pena mencionar del largo viaje fue la repentina aparición de una multitud de niños vendedores ambulantes de agua y patatas fritas, cuando el autocar se encontraba atascado a la salida de Bombay. Por no hablar del frío casi glacial que se desató bien entrada la noche. El problema: mi ventana estaba atascada y no se podía cerrar, y yo no disponía de ningún jersey para protegerme del gélido aire que entraba por ella (nunca hubiera imaginado que con semejante calor las temperaturas pudiesen bajar tanto).
Llegamos a Panjim, la capital de Goa, hacia las cinco de la mañana. Una vez allí pregunté al conductor en que lugar nos encontrábamos del mapa de mi guía (The Rough Guide). Su respuesta no se me olvidará nunca: “Aquí no sale”. Una de dos: o el hombre no tenía ni idea de cómo leer un mapa, o simplemente me estaba engañando (me inclino por la segunda, ya que habían algunos rickshaws esperando para llevarnos al cercano centro). Decidí juntarme con la pareja de americanos y siguiendo su consejo (y su buena orientación) nos fuimos caminando a la búsqueda de un hotel. Estuvimos dando vueltas cerca de media hora hasta que finalmente encontramos uno barato que salía en su guía (la Lonely Planet). Después de despertar a la gente de la recepción y echarle un vistazo a las habitaciones, caímos rendidos en nuestras respectivas camas hacia las seis de la mañana. En mi caso, no dejaron de irritarme unos sospechosos ruidos en el lavabo contiguo al mío, como si alguien se estuviera duchando durante una eternidad. Sobre las once de la mañana, con sesenta minutos de retraso sobre la hora para dejar la habitación (y sin que nos cobraran más por ello), dejamos el hotel y fuimos a desayunar. Lo hicimos en una pastelería, devorando deliciosos bollos y pancakes. Tras el ajetreo de Bombay, Panjim (o Panaji) me pareció un lugar sumamente tranquilo y hasta agradable. Sus casitas de influencias portuguesas y sus iglesias católicas me sedujeron a la primera. Después de saciar nuestro apetito tomamos un taxi hasta Old Goa, la antigua capital de Goa, a una quincena de kilómetros, y ahora una localidad totalmente en ruinas. Allí visitamos diferentes iglesias, como la de San Francisco de Asís y su museo arqueológico, o la basílica de Bom Jesus, donde se encuentra la tumba de San Francisco Javier, misionero jesuita del siglo XVI. Todo ello con nuestras mochilas a cuestas y bajo un sol de justicia. También nos acercamos a las ruinas de la llamada colina sagrada, donde contemplamos los restos de otros monasterios de la época. Luego tomamos un bus local hasta Panjim, y posteriormente otro hasta la localidad interior de Margao, situada más al sur. El paisaje, unos bonitos campos de palmeras, recordaba a Tailandia, según mis acompañantes. Desde allí, nos metimos en un tercer autobús que nos dejó en la playa de Colva, uno de los principales centros turísticos de Goa. Llegamos justo antes de la puesta de sol y pudimos disfrutar de ese precioso acontecimiento. Después de visitar un par de hoteles, encontramos unas habitaciones más que decentes en Sam’s, un edificio situado en segunda línea de mar. Esa noche probé el tiburón por primera vez, que resultó excelente, en un chiringuito playero llamado Lucky Star.

Lunes 18 de febrero
Colva
Pasamos un par de días en Colva en los que básicamente no hicimos gran cosa aparte de bañarnos y tomar el sol. La larguísima playa, de blanca arena y con poquísima gente (era casi finales de temporada, a mediados de febrero), no podía ser más agradable. El único problema eran los insistentes grupos de niñas que nos intentaban vender todo tipo de sarones (especie de tela que puede servir de toalla o de pareo). Dichas niñas tenían la virtud (o el defecto, según como se mire) de sentarse a nuestro lado y de repetirnos machaconamente las excelencias de sus prendas (y de sus precios). Después de un acoso semejante, y en un momento de debilidad, cedí y compré un bonito sarón de color violáceo. Pero las mocosas, en vez de agradecerme la compra y largarse a por otro cliente, insistieron en que adquiriera otro más (cosa que no hice). Otros personajes habituales de las playas de Goa son los temibles limpiadores de oídos. A mi me abordó inesperadamente uno de ellos cuando caminaba en dirección a la vecina localidad de Benaulim. Sin que me hubiese podido negar, ya me estaba hurgando en las orejas y extrayendo de ellas unas considerables cantidades de cerumen. Lo peor vino al final, cuando me enseñó su tarjeta de precios, y por el hecho de haberme sacado un par de piedras de cera me exigía la descomunal cantidad de 400 rupias (unos 10 euros). Le pagué menos de la mitad (tampoco tenía más dinero conmigo) y me sentí igualmente estafado.

Martes 19 de febrero
Palolem
Por la mañana tomamos un autobús hacia la bulliciosa Margao, y allí mis acompañantes enviaron un paquete postal a su hogar en Estados Unidos. Tarea de lo más complicada, por cierto. No es suficiente con hacerse con un cartón y cinta adhesiva. También se exige comprar tela blanca para envolver el paquete y coserlo (o bien manualmente, como hicieron ellos, o mediante los servicios de un sastre). Comimos a oscuras en un restaurante de Margao, pues a mitad del almuerzo se fue la luz (algo muy frecuente en toda la India) y tomamos un autobús que nos llevó a Palolem, otra localidad situada más al sur. Después de caminar casi dos kilómetros con las mochilas (los americanos no eran muy amigos de los rickshaws), estuvimos aproximadamente una hora buscando alojamiento. Gran parte de ello fue por culpa de mis compañeros, que no se decidían por nada e intentaban regatear miserablemente unas pocas rupias. Estuve a punto de enviarles a tomar viento y quedarme en uno de los múltiples locales que visitamos, pero finalmente encontramos unas habitaciones estupendas y baratísimas en casa de una simpática india llamada Rossy. No estaban en primera línea de mar, como la mayoría de cabañas, pero sin duda eran más que aceptables. Me parece que la mía era la habitación más limpia de todas (y son muchas) por las que he pasado en este viaje. Nada más instalarme, me fui directo a darme un chapuzón, pese a que ya no había luz diurna. Luego cenamos en un restaurante italiano, donde tomé una lasaña muy buena viendo un partido de la liga española: Real Madrid – Atlético de Bilbao (1-2).

Miércoles 20 de febrero
Palolem
Después de desayunar en una German Bakery (estos establecimientos se encuentran en los principales lugares turísticos del país), donde pudimos rellenar nuestras botellas de agua mineral con agua filtrada, alquilamos unas bicicletas y fuimos pedaleando hasta el pueblo vecino de Chaudi. Allí Marc compró una tela para hacerse una túnica a medida. Al cabo de una hora regresamos a la playa de Palolem, que con su forma de media luna y sus palmerales es sin duda una de las más bonitas del estado (o al menos de todas las que yo visité), y allí nos quedamos, disfrutando de una increíble puesta de sol desde una roca situada en un extremo de dicha playa. Por la noche, tras cenar en un aceptable restaurante mexicano, me tomé unas cervezas en un bar de la playa y conocí a una simpática pareja de ingleses, Mick y Julie, que desafortunadamente se marchaban al día siguiente. Estos me recomendaron visitar Ooty, un lugar situado más al sur, en el estado de Tamil Nadu. Lamentablemente, entendí mal el nombre y cuando descubrí su verdadera ortografía ya me encontraba demasiado lejos como para regresar. Sin duda será una asignatura pendiente para la próxima vez que regrese. Julie se fue a dormir a medianoche, y yo seguí conversando un rato más con Mick, que me contó numerosas anécdotas del país (era la tercera vez que venían aquí): como hizo una foto a unos cerdos que se estaban comiendo los excrementos del water (o más bien agujero), o que quería conducir un rickshaw al menos una vez (pagando lo que fuera para conseguirlo). Reconozco que me animó el poder hablar con alguien que no fuera mi pareja de viaje habitual...

Jueves 21 de febrero
Palolem
Volví a desayunar con los americanos en la German Bakery. Luego nos dirigimos a la playa, y más concretamente a su extremo derecho, donde se encuentra un pequeño islote al que se puede acceder caminando cuando la marea está baja. Marc y yo intentamos y conseguimos subir a la cima de la isla tras meternos por un caminito de lo más empinado y resbaladizo (a todo esto, yo llevaba unas chanclas de piscina, y no sé como no me maté), que no era ni mucho menos el sendero principal. Por suerte, de regreso si que encontramos el buen camino, mucho más agradecido. De todas formas, no dejó de ser una decepción el llegar hasta la cumbre, puesto que no había nada allí, ni siquiera una vista espectacular. Cuando tuvimos que volver a cruzar el mar hasta la playa, nos encontramos con que la marea había subido, haciendo el trayecto mucho más resbaladizo y peligroso. Yo tropecé y me mojé, pero por suerte llevaba la cámara en el bolsillo impermeable de mi toalla (que más adelante cambiaría por un sarón en el mercadillo de Anjuna). Comimos a una hora tardía en el primer chiringuito que encontramos. Después de echarme una siesta a la sombra de una barca de pescador, me encaminé solo al otro extremo de la playa, al mismo sitio que el día anterior, para disfrutar de la puesta de sol y esta vez tomar unas cuantas fotos. Por la noche, cenamos en un restaurante llamado Jackson’s, situado justo al lado de nuestras habitaciones, en el que no tenían menú, y en el que tardaron una verdadera eternidad en servirnos. Creo que tomé pescado, como siempre. Más tarde volví al bar de la noche anterior, y esta vez me entraron dos inglesas rollizas, Kathy y Becky, que estaban dando la vuelta al mundo en un par de años. Habían pasado un par de meses en Sudáfrica y acababan de llegar a India. Más adelante acabarían trabajando en Australia, como tantos otros viajeros que posteriormente conocí. Después de una hora, cansado, me retiré a mi habitación, y las dejé en el mismo lugar.

Viernes 22 de febrero
Panjim
Volvimos a desayunar en la German Bakery, aunque esta vez el filtro de agua no funcionaba y no pudimos reponer nuestras botellas. Me despedí de Marc y Lorraine, y tomé el bus hacia Margao, y posteriormente otro que me llevaría de nuevo a Panjim. Ellos seguirían hacia el sur, pero todavía no parecían tener demasiado claro hasta donde llegarían. Pasé una buena semana con los dos, aunque la verdad, ya tenía ganas de “recobrar mi libertad” de nuevo. Al llegar a Panjim me dirigí a una pensión de mi guía llamada “Orav’s”. No quise volver al sitio donde nos habíamos alojado anteriormente, más que nada por probar algo diferente. La habitación, pequeña y destartalada pero con baño, parecía adecuada para pasar una noche. Después de una refrescante ducha, intenté en vano encontrar un restaurante abierto, pero pasadas las tres de la tarde era algo imposible. Acabé comiendo en un local indio totalmente vegetariano, y eligiendo un par de cosas al azar, que no estuvieron mal, la verdad. Luego di un largo paseo por la ciudad, bajo un calor considerable. Intenté meterme en un cine, pero la película ya había comenzado hacía rato. Al final, a las seis de la tarde, me subí en un barco turístico que hacía un recorrido por el río Mandovi. La excursión fue normalita, pero lo más divertido fue el grupo de música y los bailarines que actuaban en una especie de escenario en la cubierta principal. Un pastiche bastante ridículo, pero curioso. Por la noche regresé al Hotel Venite a cenar. Y cuando ya me iba a acostar, escuché una música por una de las callejuelas, y me acerqué a ver que era. Entonces vi a un montón de gente, siguiendo una especie de procesión. Pregunté a un guardia qué celebraban y me dijo que era una fiesta sagrada en honor al Dios mono Hanuman, y que la gente se dirigía al templo. Decidí mezclarme con la muchedumbre, y ver todo aquel espectáculo fascinante. Conforme me acercaba al santuario, las calles se encontraban cada vez más atestadas, decoradas y llenas de tenderetes ambulantes. Finalmente, a un ritmo muy lento, conseguí llegar al pie de las escalinatas del templo. Allí muchas mujeres vendían flores para hacer ofrendas. Una vez arriba, me descalcé y penetré en el templo, que se encontraba abarrotado. Centenas de personas se arremolinaban en su interior para ofrecer sus regalos y recibir la bendición de los sacerdotes. Todo ello en un ambiente de lo más pacífico y alegre. De vuelta, apenas me crucé con algún turista extranjero. Lo mejor es que la gente en general no me prestaba demasiada atención (no me agobiaban pidiéndome algo). Era una noche de celebración, como de fiesta mayor. Me alegré mucho de haber podido acudir, aunque fuera de casualidad, a un evento de este tipo.

Sábado 23 de febrero
Anjuna
Por la mañana tomé un bus hasta Mapusa, y luego otro que me llevó a Anjuna, un poco más al norte. En teoría hubiese sido más lógico empezar mi viaje por aquí, y luego bajar hasta Palolem, pero como me quedé con los americanos, no pude hacerlo así. Aunque de todas formas, siempre tendría que volver a Panjim para continuar mi ruta hacia el sur, pues ésta es la ciudad mejor comunicada. El paisaje había cambiado considerablemente desde Mapusa, y los verdes campos de arroz se habían metamorfoseado en unos más áridos y cerrados bosques, no tan acogedores. Nada más bajarme del bus en Anjuna, cometí el inmenso error de aceptar el ofrecimiento de Sahi, el primer indio que me abordó. Éste me dijo que su pensión estaba situada al borde de la playa y que tenía todo tipo de habitaciones. Una vez allí (me llevó en moto) nos metimos en una lóbrega habitación por la que me pidió 300 rupias (unas 1200 pesetas). No sé como acepté, aunque lo más seguro es por mi inexperiencia con los precios (ahora nunca hubiera pagado eso) y por mi cansancio. No solo me endosó la habitación por 5 días (mi intención era quedarme menos tiempo) sino que me hizo alquilarle una pequeña motocicleta y pagarle todo por adelantado (y sin un solo comprobante o registro). En fin, que me timó bien timado. Sobre todo por los problemas que más adelante tendría con el dichoso ciclomotor.
Una vez instalado, me di una vuelta en moto para probarla. Me acerqué hasta un especie de mercadillo, al borde de un bonito acantilado y regresé a mi habitación. Luego me fui a la playa andando, aunque más adelante descubriría que debería haberlo hecho con mi vehículo, que por algo lo tenía. Me quedé en la pequeña playa de South Anjuna, que es donde había más ambiente. En dos de los tres chiringuitos pinchaban música trance a todo volumen desde primera hora de la mañana. Comí en uno de ellos y por la tarde volví a tomar la moto. No sé todavía como, pero perdí las llaves de ésta, justo antes de que se pusiera el sol. Estuve dando vueltas por todo el pueblo pero no aparecieron. Tendría que encontrar a Sahi para comunicarle la mala noticia. Después de cenar en un restaurante desolado, me metí en un cibercafé. Me acosté bastante pronto pues no encontré ningún bar cercano que estuviera animado, pero no pude dormirme hasta tarde pues mis vecinos israelíes no pararon de pinchar música techno a todo volumen hasta las tantas de la madrugada. Además, por desgracia, esa sería la tónica de las noches siguientes, un horror. Mi pensión parecía el epicentro de una rave israelí continua.

Domingo 24 de febrero
Anjuna
Decidí ir en moto-taxi hasta Arambol, una localidad más al norte que me había recomendado mi amigo Ricardo. Tras un trayecto bastante largo, de casi una hora (no hubiera llegado nunca con mi moto), llegué a este tranquilo y bello paraje. Atravesé su gran playa principal hasta alcanzar otra, más pequeña y acogedora. Buscaba la comunidad de hippies que siguen viviendo en los árboles del bosque situado en sus aledaños. Me metí por un largo y estrecho caminillo a través de los arbustos, que me llevó a una especie de altar a los pies de un gran árbol, pero no conseguí avistar a los supuestos habitantes. Tan sólo había una pareja de turistas tan sorprendidos como yo. Entonces apareció un joven occidental y nos dijo que éramos bienvenidos y que sólo teníamos que descalzarnos, en señal de respeto. No me quedé mucho más tiempo allí.
De regreso a la playa, me bañé en el mar y comí en el único chiringuito de esa playa. Para volver a Anjuna tuve que pagar un poco más que a la ida. Para llegar hasta aquí se tiene que atravesar un gran río mediante un ferry gratuito para peatones y motocicletas. El barco va cargado hasta los topes y es frecuente que hayan accidentes por dicho motivo (hundimientos, para más señas, como sucedió con un ferry semejante días más tarde). Ya en mi pensión, hablé con Sahi que me dijo que la broma de las llaves me costaría 500 rupias, ya que había que cambiar las cerraduras. Lo más extraño es que al cabo de media hora la moto estaba ya lista. Pondría la mano en el fuego que no se cambió nada de nada, sino que me dio una llave de repuesto. Lo peor estaba por llegar, ya que entonces la moto no arrancó. Mi total inexperiencia con los vehículos de dos ruedas me supuso no saber arrancarla manualmente, y por lo tanto no poder disponer de ella un día más.

Lunes 25 de febrero
Anjuna
Una vez aclarado el arranque del ciclomotor, me fui a visitar a un amigo de mi tío, un antiguo jesuita que vive en esta localidad. Después de dar un montón de vueltas, conseguí hallar la casa, pero resulta que esta persona no se encontraba allí, sino que había ido unos días a Bombay con su mujer. Que mala suerte. A lo largo de dos días sucesivos volvería a la misma casa con idénticos resultados. Luego visité las localidades vecinas de Vagator y Chapora, que no están del todo mal, y acabé comiendo en el chiringuito habitual de South Anjuna, desde donde más tarde disfruté de la bella puesta de sol. Allí mismo había una pequeña colina desde donde se podía practicar el parapenting. Por la noche cené en el Starco’s, un hotel restaurante situado enfrente de la parada de autobús, donde conocí a Alex, un sueco de 19 años que pasaba una temporada en India, antes de enrolarse en la marina de su país. Éste me comentó que el Primrose Café, situado en Chapora, no estaba mal, y allí me dirigí. Debía ser todavía muy pronto porque el panorama estaba de lo más tranquilo. Me tomé una cerveza y me fui. Otro día regresaría y la cosa estaría mejor. Lo más curioso, es que en mi hotel, esa noche todos los israelíes estaban durmiendo...

Martes 26 de febrero
Anjuna
Quedé con Alex en el Starco’s y nos fuimos en nuestras motos a la playa de Little Vagator. Ésta era muy pequeña y apenas había nadie. Allí nos tomamos algo, y después él se marchó. Yo me quedé un rato más y me bañé, para más tarde volver a la playa de South Anjuna (en ésta tampoco no había demasiada gente). A las siete de la tarde nos volvimos a ver en nuestro punto de encuentro habitual, y nos dirigimos a un restaurante francés llamado Max, con un menú que no estuvo mal, y que nos costó un poco encontrar. Después regresamos al Starco’s, donde se encontraba una pareja de suecos veteranos amigos de Alex.

Miércoles 27 de febrero
A la una del mediodía, Alex no apareció, y después de esperarle media hora, me fui solo al mercadillo semanal de Anjuna que tiene lugar cada miércoles. Este mercadillo ha pasado de ser un cosa insignificante a contar con innumerables casetas y tenderetes en la actualidad. Incluso llega gente de localidades vecinas en barcas, que atracan en la playa de South Anjuna. Allí me di una vuelta y cambié mi toalla de baño por un sarón de color lila. Casualmente, me encontré con Thomas y su novia (no recuerdo su nombre), una pareja (él alemán y ella suiza) que viajó conmigo en el mismo avión que nos llevó de Frankfurt a Bombay. Me quedé con ellos y con una pareja canadiense amiga de éstos muy simpática. Lástima que yo al día siguiente me marchaba de aquí. Decidimos ir a tomar algo a la German Bakery (la de aquí no la conocía). Después quedamos para cenar más tarde en Chapora, donde se hospedaban ellos. Pero resulta que al salir de la German Bakery yo me quedé sin gasolina, en medio de la carretera, y ya a oscuras. Sahi, mi casero, me había dicho que tendría suficiente combustible para los cinco días... Por suerte, en India es mucho más fácil encontrar carburante que en Europa. Tan solo tuve que andar un centenar de metros y en una tienda me pusieron un litro de gasolina en una botella de plástico (de paso descubrí que Sahi también me había timado con el precio de la gasolina). Por fin acabé cenando en Willy’s, una pizzería bastante buena de Chapora con las dos parejas de antes. Y luego me acerqué yo solo al Primrose, que al ser más tarde que en la ocasión anterior, estaba mucho más animado. Pinchaban música electrónica y la pista de baile, al aire libre, estaba decorada con pinturas fluorescentes. También había un concurrido cibercafé en el interior del edificio. Alex, al que no había vuelto a ver (a pesar de pasarme por el Starco’s) me dijo que el Nine Bar también estaba bien, a partir de la puesta de sol, pero nunca llegué a visitarlo. Me perdí igualmente una de las conocidas Full Moon Party, o fiesta de la luna llena, que tienen lugar una vez al mes en esa localidad, y que duran casi todo un día, a ritmo de música trance y que se aguantan con la ayuda de todo tipo de sustancias tóxicas.

Jueves 28 de febrero
Panjim
Por la mañana tomé un bus a Mapusa, y de allí otro a Panjim. Fue la tercera y última vez que llegué a esta ciudad, porque por la tarde tomaría un bus nocturno que me llevaría más al sur, a Hampi. Dejé mi mochila delante de la agencia de viajes, me di un paseo por el templo de mi anterior visita, y comí en un restaurante recomendado en mi guía, el Delhi Durbar, que no estuvo mal. Bastante oscuro, como la mayoría de restaurantes que había visto hasta entonces, y con unos camareros vestidos (más bien disfrazados) de guardias indios de época. Luego di un paseo por la orilla del río Mandovi y me eché una siestecita en un banco. Después de pasarme por un cibercafé, me presenté a las siete de la tarde delante de la parada del autobús a Hampi.


Si valoro mi experiencia de unos 15 días en Goa, me quedo definitivamente con mi estancia en Palolem, un pequeño paraíso, tanto por su belleza (sin duda, una de las playas más bonitas de este Estado), como por sus reducidas dimensiones (a diferencia de Anjuna, donde es necesaria la moto) y por su tranquilidad. Arambol también es un buen sitio para aquellos que busquen un poco de paz y relajación. Todos los que busquen las fiestas y la “movida” electrónica, tendrán que quedarse en Anjuna y alrededores (Chapora, Vagator...). Aunque sin duda todas las playas de Goa son un lugar idóneo (y muy turístico) para descansar, después de pasar por un hervidero como Bombay. Y por supuesto no hay que perderse las increíbles ruinas e iglesias de Old Goa, ni la agradable capital Panjim.

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