Jueves 14 de febrero
Bombay
Mi llegada a Bombay, a las tantas de la madrugada, fue de lo más desalentadora. Después de pasar por los inevitables trámites de inmigración, de recoger mi mochila -que por alguna desconocida razón estaba empapada (llegué a pensar entonces que algún shampoo se habría reventado, pero debió ser simplemente la lluvia)- y de cambiar dinero (a un cambio paupérrimo), opté por tomar un taxi prepagado que me dejara en mi hotel. Éste estaba situado en Colaba, una de las zonas populares de Bombay, cuya reserva no había acabado de formalizar por internet. Nada más salir al exterior, pude notar el habitual calor de la India. Me embargó una sensación de haber entrado en una sauna o baño turco. El taxista, un sij tocado con su turbante característico, inició la larga ruta después de haberse tirado un sonoro pedo (y después de haberme hecho esperar unos minutos en su auto aguardando todavía no sé que). Nada más salir, después que yo le indicase el nombre de mi hotel, el conductor me preguntó si tenía una reserva y si quería ir a otro establecimiento muy barato. Ya estaba prevenido de este tipo de situaciones y mi respuesta fue que no, que ya tenía reservada una habitación (lo que no era del todo cierto). Después de unos tres cuartos de hora, en los que recuerdo que el viejo coche se saltó tropecientos semáforos (aunque todo sea dicho, no había ni un alma en las, más adelante, bulliciosas calles de Bombay), llegamos a nuestro destino, el Hotel Gulf. Reconozco que durante el trayecto no pude evitar pensar en lo peor, es decir que el taxista me llevase a un lugar desértico, me robara y me dejara tirado allí. Afortunadamente, esto no ocurrió. Pero desafortunadamente, el conductor se equivocó de hotel. Mejor dicho, se produjo una lamentable confusión. El lugar en el que me dejó fue el Gulf Hotel, que no tenía nada que ver con el anteriormente mencionado. Ignoro si fui yo quien intercambié el nombre, pero después de darle una propina (menos de lo que descaradamente me pidió), y una vez que ya se hubiera largado, me encaminé hacia el modesto edificio. La primera impresión fue lamentable, al ver un par de tipos durmiendo en el suelo, a sus puertas. Peor aún fue subir en su ascensor, en el que perplejo vi que también servía de cama a una tercera persona. Eso no fue todo. Una vez arriba, tras enseñar mis papeles de la supuesta reserva a través de internet, me aseguraron que estaban llenos y que además ese no era mi hotel. Me dijeron que el Hotel Gulf se encontraba a la vuelta de la esquina, lo que no me creí en absoluto, no sé porqué. La situación no podía ser más deprimente: a las tantas de la madrugada en un país extraño, cansadísimo y sin hotel. Gracias a Dios, uno de los empleados se ofreció a acompañarme hasta el otro establecimiento, detalle que nunca dejaré de agradecerle (a este sí que le di una buenísima propina). Efectivamente, el nuevo hotel se encontraba a escasos metros del primero, y lo mejor es que no estaba lleno. Después de mostrar mis papeles, que ignoraron olímpicamente, me dijeron el precio de las distintas habitaciones: 900 rupias (unas 3.600 pesetas) la doble con lavabo, tele y aire acondicionado; y 200 rupias la individual sin todas estas comodidades. Por ser la primera noche, decidí darme algo de confort y opté por la doble. Ésta no disponía de ninguna ventana, era minúscula, y lo que es peor, se encontraba al lado de la recepción, por lo que se oían ruidos a todas horas. Pese a todo esto, acepté gustosamente pues ya no tenía ganas de ninguna sorpresa más. Por los nervios y la tensión del viaje no dormí demasiado bien, y me pareció escuchar unos ruidos extraños provenientes del piso superior. Esa primera noche creí que se trataba de algún animal, un perro por ejemplo. Qué iluso. Un día más tarde entendería, con horror, que esos ruidos aleatorios que se escuchaban por todas las paredes no eran más que los de ratas atrapadas entre los distintos tabiques del hotel. Y entonces si que necesité de mi walkman para conciliar el sueño.
Viernes 15 de febrero
Bombay
Salí sin desayunar a descubrir la ciudad. Llegué hasta la Puerta de la India, lugar turístico por excelencia, situado en las proximidades del hotel, y delante del cual varios turistas indios se fotografiaban (yo curiosamente no tomé ninguna instantánea, pensando que volvería a pasar más veces). Intenté encontrar alguna cabina de teléfono para llamar a mis padres, pero en la calle no se veía ninguna. Empezaron a abordarme taxistas que me ofrecían tours de la ciudad, mencionando todos ellos los típicos lugares turísticos. Tras darles a todos negativas, me dirigí hacia un locutorio telefónico. Por el camino, una niñita no cesó de pedirme dinero y hasta incluso que le comprara comida. No me dejó hasta que me metí en el establecimiento, que también disponía de conexión a internet. Después de un intento fallido de llamada a cobro revertido a través de “España directo”, conseguí hablar con mis padres en Barcelona y decirles que me encontraba bien, pese a la peripecia del hotel. Acto seguido, me puse a deambular sin rumbo fijo a través de las agitadas calles de Colaba. Reconozco que me agobié, y que me empecé a preguntar que demonios hacía yo en este país. Finalmente, por pura casualidad, llegué hasta el “Salvation Army”, uno de los hostales más baratos de la ciudad (se halla en muchas de las principales ciudades indias), y comí allí un menú por un precio realmente módico. Si mi memoria no me falla, unas 12 rupias (48 pesetas), en las que se incluía un plato de pasta bastante picante, una sopa y una fruta exótica y dulce que parecía una patata (de cuyo nombre me es imposible recordar). Allí, aparte de ver a algunos viajeros, con los que no intercambié ninguna palabra, entablé conversación con uno de los amables camareros. Este me ofreció hacer un tour de la ciudad en el taxi de un amigo suyo. Como no tenía nada planeado, me pareció una buena idea. Después de regatear un poco el precio (mucho menos de lo que hubiera debido), acordamos que vendría a buscarme al cabo de un rato. El camarero ya me había avisado que el tour incluía la visita de un par de tiendas (en las que el taxista se llevaría una comisión), pero que no tenía que comprar nada si no quería. Cuando llegó el conductor, intentó empezar por la parte comercial, algo a lo que yo me negué tajantemente, diciéndole que mejor dejarlo para el final. Nos sumergimos los dos en un tráfico diabólico, en el que los continuos bocinazos y cruces entre vehículos eran algo totalmente natural. Primero nos detuvimos un instante (el tiempo de que yo tomara un par de fotos) delante de la bonita universidad de la ciudad, un espectacular edificio victoriano situado enfrente del larguísimo paseo marítimo de la bahía de Back, bañada por el mar Arábigo. Continuamos hacia el norte por Marine Drive, sin pararnos en Chowpatty Beach (la única playa de la gran urbe y muy poco recomendable para bañarse) hasta llegar a Malabar Hill, la colina por excelencia de Bombay. Allí, después de una breve visita a un pequeño templo, situado al inicio de la serpenteante carretera, llegamos hasta los Jardines Colgantes. Estos sirven de lugar de reposo para todo tipo de ciudadanos, desde las parejas de enamorados, hasta los numerosos grupos de escolares. Allí tuve mi primer susto, al encontrarme con un hombre que extrajo de un saco que llevaba colgando una cobra, y que parecía dispuesto a hacerla bailar al son de su flauta si le daba unas cuantas rupias. Dije que no, gracias, y desaparecí rápidamente. Estuve una hora paseándome por los jardines y el parque adyacente.
Cuando regresé al coche, pasamos por delante de las Torres del Silencio, lugares donde se abandonan los cuerpos de los muertos para que sean picoteados por los buitres y se “purifiquen” de esta manera. Claro que dichas torres no se pueden visitar a menos que se acuda a uno de estos particulares funerales. Desde allí nos dirigimos hasta el museo del Mahatma Gandhi, donde se explica detalladamente mediante fotos, escritos y escenografías, la vida y los momentos estelares de dicha figura pública de tal importancia para la India. Nuestra siguiente y brevísima parada fue delante de los Dhobi Ghats o lavaderos municipales, donde centenas de personas lavan afanosamente la ropa proveniente de todos los rincones de Bombay. Finalmente, mi amable conductor me esperó a las puertas de la impresionante estación principal de Chatrapathi Shivaji, también conocida como Victoria Terminus, un colosal edificio que mezcla los estilos barroco, victoriano y góticos a partes iguales. Allí, después de preguntar media docena de veces, conseguí dar con el mostrador reservado a turistas extranjeros, que resultó estar cerrado. Mi objetivo era adquirir un billete para las tentadoras playas de Goa, misión que dejé para la mañana siguiente.
Ya solo me quedaba afrontar las tiendas incluidas en el tour. Fueron dos, situadas en pleno centro de Colaba. En la primera no compré nada, pese a los continuos esfuerzos de un vendedor empeñado en colocarme carísimos pañuelos y bufandas de cachemira, entre otros muchos artículos. En el segundo establecimiento, mi resistencia ya no llegó a tanto. Acabé haciéndome con un mantel de mesa que más adelante utilizaría como toalla de ducha. Una vez finalizada mi adquisición, regresé al taxi y le pedí a su conductor que me dejara en el vecino Prince of Wales Museum. Acabé dándole incluso una buena propina. El museo, bastante aburrido, comprendía una vasta colección de esculturas, cuadros y tejidos hindúes. Sólo su parte final, la de historia natural, con algunos ejemplares disecados realmente impactantes, me entretuvo. Una vez concluida la visita, me dirigí hacia el paseo marítimo (que curiosamente me recordó un poco al Malecón de La Havana) donde contemplé la puesta de sol. Acto seguido me perdí por las callezuelas de Colaba y me metí en uno de los numerosos y baratos cibercafés de la zona, donde me dispuse a escribir la primera de mis crónicas del viaje en mi web personal. Y acabé cenando en Leopold’s, un lugar aceptable infestado de turistas extranjeros. Allí compartí mesa con Himanshu, un simpático hombre de negocios procedente de Gujarat (todavía no habían tenido lugar los violentos disturbios acontecidos poco después en esa zona). Éste me invitó a una cerveza (bastante cara debidos a las tasas locales), que cargó en su cuenta como gasto de empresa. Una vez terminado, nos despedimos y regresé a mi hotel, donde estuve viendo la televisión durante un rato. Debido a mi cansancio, me dormí rápidamente, pero al cabo de un par de horas los extraños ruidos del día anterior me desvelaron. Las malditas ratas no paraban de pasearse por todos lados, y la sensación era realmente angustiante y de impotencia. Sabía que no tenían ningún lugar por donde entrar, pero escuchar sus movimientos me impedía pegar ojo. Cosa que al final conseguí, como ya he dicho antes, gracias a la música de mi walkman.
Sábado 16 de febrero
Bombay
Por la mañana dejé el hotel, que me había salido carísimo para los precios habituales de la India (Bombay es la ciudad más cara del país), y me dirigí a la estación de tren. Mi decepción no pudo ser mayor cuando comprobé que no quedaban plazas a Goa para las dos siguientes jornadas (mi idea era tomar un tren nocturno y durante el día visitar la isla de Elephanta y sus cuevas). Pero allí mismo un personaje me llevó a un puesto de autobuses, y me convenció para que tomara un bus de 17 horas hasta las conocidas playas. La idea no era demasiado tentadora, pero con sólo pensar que tendría que pasarme por lo menos 48 horas más en Bombay, me decidí inmediatamente. Como no, pagué la novatada a un precio bastante elevado. El autocar salía en un par de horas, creía yo que desde la vecina estación. No podía estar más equivocado. Para pasar el tiempo y comer algo me fui a un vecino McDonald’s, donde probé la MCMaharajá, una hamburguesa picante bastante buena (no sé exactamente de que tipo de carne estaba compuesta). A la una y media del mediodía, me presenté donde había comprado mi billete. Un anciano debilucho me dijo que le acompañara hasta el autocar. Mi suplicio acababa de empezar. Con mi mochila a cuestas y un calor de mil demonios anduvimos por el centro de Bombay durante casi media hora hasta llegar a la maldita parada. Al cabo de 10 minutos de caminata, le pregunté al viejo indio si faltaba mucho y me respondió que no, que casi estábamos. A todo esto, yo tenía que seguirle mientras sorteaba el peligroso tráfico cruzando a través de cualquier lugar. Lo peor fue cerca del final. Yo ya estaba mosqueado porque se acercaban las dos (hora de salida del autocar) y todavía no habíamos llegado. Entonces mi guía preguntó a alguien una indicación. ¡Lo que faltaba! El buen hombre no sabía ni donde estaba la parada. Eso ya me puso a mil por hora. Porque aparte de la caminata, del peso y del calor, creía que iba a perder el bus. Finalmente, conseguimos llegar a las dos peladas. Yo estaba cabreadísimo y le dije al viejo que si llego a saber que la parada estaba tan lejos podríamos haber tomado un rickshaw. Este ni se inmutó y me pidió una propina, a lo que yo me hice el sueco y me metí en el autocar sin darle nada. Pero dentro de éste, un chaval me empezó a insistir en que le diese 50 rupias por haber metido mi mochila en el portaequipajes. Como me pareció mucho dinero, pregunté a una pareja de extranjeros que se encontraba al lado, y me dijeron que no había que pagar absolutamente nada. Pero el niño no paró de insistir, con una rabia sorprendente, hasta que le di 20 rupias y por fin se marchó. El largo viaje fue mejor de lo esperado. Mi lugar era una litera que se encontraba en la parte superior del bus. Desde allí pude ver los enormes y escalofriantes suburbios de Bombay, donde miles de chabolas se apiñan en un paisaje sobrecogedor. Abandonar la ciudad no fue fácil. El densísimo tráfico nos retuvo allí casi dos horas.
Sin duda Bombay me produjo un shock, pues fue mi primer contacto con India. Además, la había glamourizado bastante, y no pensaba en absoluto en encontrarme con lo que vi: un lugar caótico, superpoblado, sucio y con una vivísima mezcla de olores. No obstante, a posteriori, y tras cuatro meses en los lugares más diversos del país, opino que no es un lugar tan abominable como algunos dicen, incluso es bastante bonito, pese a que no hayan demasiadas cosas que hacer allí. Encima, me quedé con las ganas de visitar la isla de Elephanta y sus cuevas esculpidas de templos budistas.
1 comentario:
Com mola aquesta crònica .... tu fes-la durar, per mi és com la telenovela de TV3 ... però al Mac i a la nit.
Petons i ànims xavalin !!!
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