Érase una vez un ratoncito que no se encontraba en su mejor momento de forma. Pero casualmente, en una fiesta del día más literario del año, conoció a una ratita y ambos se gustaron. Empezaron a salir juntos y todo parecía ir de maravilla durante un par de meses, hasta que un buen día la ratita se plantó y le dijo unas cosas muy feas al ratoncito que se quedó echo polvo y sin ratita. Pasó el verano, y el ratoncito creía haber superado el disgusto y olvidado a la causante de su desgracia, pero volvieron a hablar e incluso se vieron en una ocasión, después de tres meses sin hacerlo. Pero al día siguiente tuvieron una nueva y absurda pelea, que desembocó en un nuevo periodo de enfurruñamiento por parte del ratoncito. Aunque, al cabo de un tiempo cautelar de semanas, parecía que el buen rollo se había vuelto a imponer entre los dos. Cuando un segundo encuentro era inminente, la ratita se sacó de la manga una excusa para no quedar con el sufrido ratoncito que éste no pudo rebatir. Al ratoncito le hacía mucha ilusión verla de nuevo, y con dicho desplante quedó tremendamente decepcionado y así se lo hizo saber a la ratita. Y ésta acabó por decirle al ratoncito que no podían ser ni amigos, y que mejor que no se viesen nunca más, con el consiguiente cabreo del ratoncito, que perdió los papeles por el disgusto.
Lo peor de todo es que todos los amigos y amigas del ratoncito ya le habían aconsejado que se olvidase de una vez por todas de la ratita. Pero el ratoncito no les hizo caso, creyendo que podría volver algún día con la ratita. Al menos ese era su deseo, pues todos los recuerdos que tenía de ella eran buenos. Pero la ratita acabó rompiéndole el corazón por primera vez en su vida, y ahora el ratoncito ha tenido que ceder a la evidencia. Si no quiere seguir sufriendo, tendrá que olvidarse de la ratita, mal que le pese. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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